Porque
si bien H.P. Lovecraft desarrolla a profundidad sus historias en las que el terror
a partir de la curiosidad es una constante, muchos de sus relatos giran en
torno a abducciones, magia, creaturas inmortales, el ser humano en una
constante búsqueda que irremediablemente lo coloca en mortales peligros, etc. y,
por lo mismo, noto cierto eco argumental: esta idea de culturas milenarias, poderes
ancestrales, culturas antiguas y todo —o la mayoría, al menos—oculto de
cualquier población urbana, inasequibles al entendimiento humano, siempre al
margen. Y las historias que no, bueno ésas fueron dotadas de cierto misticismo.
Esto es, más que otra cosa, un homenaje, un atributo al viaje emocional que su antología, grosso modo, me causó. Hacer síntesis de sus casi quinientos relatos ni siquiera es una tarea titánica, es un viaje colosal sin aparente fin, por lo que la disposición aquí es: ¿cómo me hizo sentir? Bueno, me quitó el sueño en dos ocasiones, pero me intrigó muchísimo —como ya dije— porque casi todas sus historias me ofrecieron originalidad. “¿Qué clase de nuevo terror enigmático me espera en la siguiente historia?”, decía al acabar un relato. Y, honestamente, cada uno fue sorpresivo, uno más íntimos que otros, unos más “bíblicos” que otros.
Así, con la escasa adulación que le dedico a Lovecraft en este artículo, quiero dejar en claro que mi admiración hacia es él es un hecho: su talento es indiscutible, su obsesión literaria una leyenda y su estilo famoso atemporalmente. Un autor extremadamente congruente con las reglas de cada uno de sus relatos, lo que es decir muchísimo porque no cualquier escritor lo consigue; siempre hay agujeros de trama, detalles que se escapan y misterios que explicar; en su antología, todo está dispuesto, todo está al servicio de quien lo lee. Y qué maravilla, la verdad.
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